
Era mi vecina. Cuando mudaron al piso era una chiquilla muy pequeña, ciega, pero muy hermosa y sonriente. Mis padres ofrecieron ayudar a los suyos con algunos trastos y una mirada de mi madre, señalando con ese dedo imperativo a la niña, me impuso una conducta amistosa, así que la llevé al pequeño patio a jugar en los columpios.
La guié hasta el columpio, y ofrecí empujarla bajo la condición de que se agarrara bien. Por supuesto prometió que se agarraría bien y fuerte y que no pasaba nada, que no se caería. Nada más ayudarla a sentarse, pidió que la empujara más alto, más, más... Hasta el cielo. Quería ver el cielo. Yo la seguía empujando, me empezaba a caer bien. Nos reíamos de lo fuerte que la empujaba.
Me preguntó que si había alguna nube a la vista y por añadir un poco de emoción, respondí que sí, a pesar de ser un día despejado. Dije que era como una enorme bola de algodón húmedo. Empújame bien alto, me pedía entre risas; quiero verla.
Yo tampoco era muy mayor. Creo que tenía 7 años.
Yo no sabía que ver era tocar.