13/1/08

Pisando pétalos de rosa

Un pie, otro pie, un pie, otro pie…
Andaba con la cabeza inclinada hacia el suelo vigilando sus pies, asegurándose de no dejar ni la más mínima porción de carretera visible entre un pie y el que situaba delante. Dedo gordo, talón, dedo gordo, talón… Así, descalza, era como iba lentamente avanzando; haciendo suya la línea amarilla con una hilera contínua de huellas ensangrentadas.

Pasaban pocos coches, y los pocos que sí no mostraban intención de frenar, ni mucho menos de parar. A nadie le importaba la pequeña figura con el vestido corto y las piernas morenas con las venas por fuera, su menstruación tiñiendo de nuevo la pintura vieja. Las últimas familias y surfistas, que al anochecer regresaban a casa o al hotel tras un día de pleno sol en la playa, no veían más que árboles altos y la serpiente negra sobre la que conducían. Ni Dios se preocupaba por la joven adolescente de cara inexpresiva que andaba absorta en sus pies dejando su placenta marcando el camino de regreso como si fuera Hansel dejando caer las migas de pan.

Era imposible que no se hubiera dado cuenta: era imposible que tras horas de mirarse los pies no hubiera notado las ramificaciones chivatas que goteaban por detrás de su talones. Pero tampoco daba señales de haber visto algo fuera de lo normal. No parecía asustada, no mostraba dolor, no buscaba ayuda ni mostraba interés por limpiarse y parar el flujo. Caminaba oblivia a todo. Sin embargo sus ojos veían; de otra manera no hubiera recorrido tan perfectamente la línea, llegando hasta ese bosque donde el pino luchaba por reconquistar territorio de eucalipto.

El bosque acababa, los árboles eran aquí más jóvenes y crecían en filas que delataban intervención humana. Las dunas se iban desnudando, abriendo paso al mar. Todo estaba envuelto en llamas, los árboles que había dejado atrás eran cenizas consumidas por la pasión de un sol moribundo.

Ella seguía pisando pétalos de rosa a pesar de que tambián dejaba atrás la carretera y la línea amarilla que la había guiado hasta allí.

Un pie, otro pie, un pie, otro pie…
Sus dedos se hundieron en la arena, el talón también. Levantó la cara para saludar al mar, no con una sonrisa, de ésas no quedaban en ninguna talla desde el fin de la temporada anterior. El simple brillo de sus ojos fue su última muestra de humanidad antes de entregarse decidida a las corrientes y olas furiosas.

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