Era la cosa más repugnantemente fea con cuatro patas que había visto jamás. Un puto bulldog de color mierda que no llegaba a la altura de mis tobillos con boca de tiburón y unos labios tan rosas y babosos,tan kilométricos, que ninguna caricatura pudiera exagerar su detestable grotesquedad. Pero me inspiraba pena. Estaba ahí, solo, atado a la reja sucia de la ventana de un bar que expulsaba peste negra por cada una de sus mil goteras. Ahí estaba, acompañado de la fría soledad del invierno, tirando de la correa, casi ahorcándose en el intento de soltarse. ¡Y lloraba! Y según me acercaba, el gemido gutural (que a saber de dónde procedía, pues yo cuello o garganta no veía ninguno) empezaba como un suave temblor, creciendo, desarrollándose, hasta convertirse en un aullido tan cargado de tristeza que el aire espesaba, dificultando la respiración. Pero meneaba la cola mientras me miraba, y al llegar a su lado, no pude evitar pararme, acuclillarme, acriciarle suavemente la cabeza y las orejas, sintiendo la repentina felicidad del bicho entrar por mi mano, recorrer mi cuerpo, aliviar mi corazón y dejar en mi boca una sonrisa sincera.
Me levanté y me fui. De nuevo empezó a llorar, pero ahora de diferente manera. Miré atrás. La verdad que no era tan feo. Más bien de color chocolate con pepitas de cacao,con los dientes algo redondeados y labios tristemente sonrientes de payaso.
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1 comentario:
mañana, en el desayuno, te cuento a qué profe me recuerda tu descripción, igual nos entendemos.
jajaja,
besos, guapa.
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