14/7/08

El cuento de hadas (segunda parte)



os cuenta-cuentos empezaron:



Érase una vez... en una tierra lejana... vivía un mago perverso y malvado cuyo poderes inconmensurables le permitían dominar cielo, aire, tierra, agua, y aquellos infelices pobladores que se hallaran cerca de su castillo. Toda esta energía la albergaba en un pequeño diamante que siempre colgaba de su cuello. Lo utilizaba como un verdadero egoísta: para ser bello, para ser rico, para destrozar las cosechas que no le pertenecieran, comprar las tierras estériles baratas, y comvertirlas en tierra fértil de nuevo. Secuestraba las jovenes de las aldeas, deshonrábalas, y mandábalas sin un centavo al mundo que gracias a él era un mundo cruel, duro, y sin compasión. La causaba placer el llanto de mujeres y niños, y le hacía reír un hombre arrodillado a sus pies rogándole el perdón.


Este terrible mago vivía en un resplandeciente castillo rodeado de bellos árboles y una inmensa muralla de piedra. El castillo en sí era un lugar formidable pero hermoso: cubierto de figurinas de mármol y gárgolas, las torres eran esbeltas pero tan altas que parecía que rozaban el cielo y despedazaban las nubes, las vidrieras eran de colores fantásticos pero mostraban escenas grotescas de muerte y sufrimiento, por dentro todo lo que no era madera meticulosamente tallada o mármol, era de oro y plata, y alfombras persas. Aquí uno encontraría los caballos más hermosos y elegantes del país. Los galgos más rápidos. Los mejores halcones de caza. Pero había una cosa que era su posesión más apreciada, la única cosa en el mundo que trataba con cariño: un enorme caballo alado blanco cuya crin y cola eran plateados. Guardaba esta criatura mágica en un jardín secreto cuya puerta solo podía encontrarse por alguien cuyo corazón estaba empeñado en encontrar el caballo. Como nadie excepto él sabía de la existencia de tal bestia, nunca tuvo miedo de perder su tesoro.

* * *

Un día decidió ir a revisar sus campos y procurar que todos los aldeanos estuvieran trabajando sin parar. Salió con un caballo negro y sus perros más feroces. Fue a visitar primero una de las aldeas de pescadores donde empezó por vigilar que todo marchara como debiera. Pero no tardó mucho en fijarse en una bonita muchacha que reparaba una red. Con una sonrisa maliciosa, acarició el diamante que llevaba en el cuello, y una repentina brisa arrancó la red de las manos de la joven ya la dejó a pies del tirano. Horrizada, la chica brincó y echó a correr detrás de la red, pero el mago volvió a acariciar el diamante, y la pobre se tropezó con una raíz de árbol y cayó prostrada a sus pies.

--¡Vaya, vaya! Tengo una manos-mantequilla... Tché... eso no puede ser...

--¡No, no, mi señor! ¡Le juro que es la primera vez que mis manos me fallan!

--¿Y porqué iba a creerte? No eres más que hija de pescadero, una miserable aldeana, que como todos los demás aldeanos, no eres más que escoria. Pero tú... Tú eres escoria estúpida, y no puedo tenerte aquí incordiandando.

La pobré le rogó que la perdonara, pero hizo caso omiso, agarrándola y poniendola boca abajo sobre la montura de su caballo. Se subió detrás, y la llevó a todo galope al castillo. Una vez allí, la dejó en una salita que más que una habitación, parecía una cuadra para un caballo muy muy pequeño. La cama consistía en un montoncito de paja áspera, el agua salía de un grifo en la pared y y llenaba un abrevadero.

--Mañana, te daré una lista de tareas. Si consigues hacerlo todo mañana, no te tiraré a los perros. Incluso te traeré comida.

Y dicho eso, el mago se fue carcajeando cerrando la puerta tras sí. Ella corrió hacia la puerta y la golpeó como si fuera a echarla abajo. Era imposible, así que cogió la lista y la llevó a la única ventana de esa pocilga para poder leerla a la poca luz que quedaba del día.

--No podrás hacerlo todo a tiempo.

La muchacha se quedó de piedra ante la ventana. Ahí, asomando la cabeza por la ventana había un caballo blanco con la crin plateada. Un caballo blanco que la acababa de hablar.

--Nunca pueden hacerlo a tiempo. Y tampoco te echará a los perros. Al menos hasta ahora, tampoco ha hecho eso jamás.

El caballo se rascó la cara contra la pared y estornudó al levantar el polvo. Se quedó mirando a la chica, esperando que dijera algo.

--¿Qué quiere de mí?

El caballo relinchó, soberbio.

--Lo sabes perfectamente. Pero te puedo ayudar. Hubiera ayudado a las otras, pero es la primera vez que consigo estar cerca de una de sus prisioneras. Las suele encerrar en alguna torre.

--¡Me ayudarás! ¿Y me ayudarás a escapar?

--Tché. No te ayudo porque me caigas bien. Los humanos sois todos iguales: destrozadores de la naturaleza. Yo no siempre tuve alas. Nací normal y corriente: no tenia crin ni cola de tan absurdo color. Ni tampoco hablaba. Se supone que debiera estar agradecido a ese mago. Al menos eso lo dijo él. Y el miedo que me inspiró el día que me transformó me hizo comenzar un eterno teatro de mentiras. Yo te ayudo, y tú me ayudas. Yo te ayudo a realizar tus tareas. Tú encuentras el Libro de las Transformaciones. No me interrumpas,-- añadió viendo que la chica iba a hablar,-- si superas la prueba de mañana, no te tocará. De hecho es probable que te acabe usando como criada. Así es como conseguirás encontrar y robar el Libro de las Transformaciones. Y si encuentras antes otros libros de magia, te conviene empezar a memorizar algún que otro hechizo. Ahora, --sigue callando, que no he acabado-- coge uno de los cabellos de mi cola cuando me dé la vuelta, y átatelo al cuello. Y mañana, cuando venga a por tí el mago para que comiences tus tareas, una vez sola, lee en alto la lista. No volverás a verle hasta el anochecer, cuando deberás estar en la cocina pues tu última tarea es preparar la cena. Todo estará hecho, sólo tendrás que servir la cena cuando él así lo ordene. Y quítate mi cabello del cuello antes de servirle, o sabrá exactamente cómo lo hiciste. Nunca lo uses salvo cuando estés sola. Y nunca lo lleves puesto si lees palabras mágicas en alto. Y no abuses de ello, o no te ayudaré más. ¿Te acordarás de todo?

La muchacha asintió con la cabeza.

--Pues coge el cabello, duerme, y mañana haz cuanto te he dicho.

10/7/08

El cuento de hadas (primera parte)





rase una vez los cuentos de hadas. Eran cuentos para toda y cualquier persona, eran cuentos que describían cosas que la gente nunca antes había visto, cuentos que les dejaba reflexionando sobre su verdad. Y érase siete cuenta-cuentos. Vestían todos en tejidos dorados y plateados, tocaban liras de marfil, cantaban, bailaban, actuaban, pero su fama se debía a sus cuentos.


ada uno vivía en una parte del mundo: uno en lo que hoy conocemos como Inglaterra, otro en España, uno en Francia, uno en Rusia, uno en sudamérica, uno en China, y uno en Australia. Cada cuenta-cuento contaba a su público lo que él creía que les pudiera transformar en personas más bondadosas. Cada uno contaba sus propios cuentos, cada uno vivía su propia vida, cada uno se casó, y cada contaba sus cuentos gratis para los pobres y cobraba a los ricos.


na vez cada cinco años, los cuenta-cuentos se reunían en Italia durante una semana y contaban sus mejores cuentos gratis en un pequeño teatro lleno de espectadores. La entrada era gratis para que quien quisiera pudiera oír los relatos sobre grandes batallas, enromes logros, errores imperdonables, cuentos de creación, de trágicos sacrificios, relatos que terminaban en ríos de lágrimas, relatos que hacían sonreír a la persona más desdichada del mundo... y aprender. Cada cuento tenía su mensaje oculto, cada cuento se contaba desde el sentimiento, y cada cuento cambiaba vidas: hacían a los egoístas preocuparse de los demás más que de sí mismos, hacían que el pobre se sintiera más rico que un rey, hacían a los ricos y poderosos auxiliar a los necesitados.

ste era uno de esos años de reunión: los siete hombres estaba en Roma preparando su nuevo cuento cuando un joven se les acercó. Estaba vestido en un uniforme exquísito de azul con adornos en tela dorada pero sus ojos revelaban una miseria camuflada entre tanto esplendor.

--Mi Señor, su Real Majestad el Rey, les ruega que este año las actuaciones se lleven a cabo en su palacio en lugar del teatro humilde que soleis escoger.



os siete hombres le miraron atónitos.

--¿Qué pasa,-- dijo uno,-- ¿el teatro no es lo suficientemente grandioso para él?




l joven miró el suelo en silencio, por lo que los cuenta-cuentos volvieron a hablar:

--Dile a su Real Majestad que su petición nos halaga, pero que no podemos romper con nuestras tradiciones. Hemos contado cuentos allí desde la niñez, y en nuestros ojos, no hay escenario más grandioso. Si desea vernos, debe acudir allí.




l joven trató de replicar pero los viejos le interrumpieron:

--Ésa es nuestra respuesta, y no te daremos otra.


a mirada del joven cayó una vez más hacia sus pies, y se fue.



* * *



l Rey estaba furioso. Era un ser joven, egoísta, despiadado sin respeto a nadie. Sobretrabajaba su pueblo e imponía tremendas tasas. Sólo había subido al trono un año atrás, y ya le odiaba la mitad de Italia. Y estos cuenta-cuentos le habían hecho enloquecer de ira: ¡nadie le debía negar absolutamente nada! ¡Él era el Rey! El mensajero fue enviado a un calabozo, y a su mujer más joven, de apenas 12 años, la mandó a la guillotina. Ya había mandado asesinar a otras dos de sus mujeres previamente ese año. Y le quedaban cinco. Más tarde ese mismo día, bajó a la perrera, y cuando su mejor perro de caza le rigió, empezó a golpear el pobre animal con tanta bestialidad, que la pobre criatura murió. El malvado Rey juró que si "esos malditos juglares" no acudían a su Palacio, moriría otra de sus mujeres.

as noticias de la muerte de la esposa tan chiquilla del rey y el destino del pobre mensajero viajaron con rapidez y alcanzaron los oídos de los cuenta-cuentos. Supieron en seguida qué había causado los acontecimientos tan terribles, tan drásticos, tan violentos, y se sentaron juntos para idear una manera de parar tal corriente de crueldad. Sólo había una. Mandaron un mensajero al rey con su decisión: actuarían en el palacio. Recordaron un cuento que una vez se habían relatado ante un hombre muy egoísta: éste ahora era un padre tierno y un terrateniente justo. Rezaron porque el Rey cambiara de manera parecida y se dirigieron al palacio, donde el insensato rey les esperaba sonriendo con malicia, esperando.


l cabo de una hora los viejos cuenta-cuentos habían llegado a las puertas del palacio y poco después se hallaban arrodillados ante Su Majestad. El mayor se dirigió al Rey:

--Hemos llegado a la conclusión que un rey como lo es Su Realísima Majestad merece más nuestra atención que el vulgo ante el cual solemos actuar. Le rogamos que nos perdone una respuesta tan falta de consideración y respeto por nuestra parte.




l rey apenas les miraba mientras respondía:

--Cierto es que me hicisteis enfurecer... Contadme un cuento: si es bueno, seréis perdonados; sino, iréis al más pequeño de mis calabozos donde os convertiréis en comida para las ratas. Comenzaréis una vez reunida la Corte.


penas hubo terminado de hablar cuando las puertas a la sala se abrieron de par en par y entraon sus cinco mujeres, sus consejeros (cuyos consejos resbalaban sobre oídos sordos), y los altos nobles. Se sentaron y el rey señaló a los cuenta-cuentos que empezaran.