12/11/10

BARBIE

Era una vez una hoja, de entre muchas hojas

en un arbol...

todas muy verdes y vivas.

hasta q llega el otoño.

todo viró rojo y cayeron

YO

pero una vez en el suelo, les salieron patas

y echaron a correr por la ciudad

una tras otra, en grupitos de 5, de 7 y de 13

y la súbita sensación de libertad se les subió a la cabeza

y se dispersaron por toda la ciudad a lo loco

algunas no se vieron más, y se dieron por perdidas

otras, no paraban de andar en los mismo círculos

pero hubo una hoja que no cayó del árbol.

era una hoja pintada por un niño en rotulador rojo

y aunque tenia el color de otoño, no podía despegarse del arbol

porque no era una hoja de verdad

y ahí se quedó año tras año, mientras que cada otoño pasaba lo mismo:

todos sus hermanos caían, les salían patas, y se volvían locos como cabras

y esta hoja pintada solo podía mirar desde su soledad incomprendida

hasta que un día, un hombre joven pasaba cerca del árbol y se paró en seco

y se acordó de un día cuando era pekeño que dibujó una hoja

y buscó en su bolsillo, y encontró otro rotulador rojo

y dibujó más hojas

3/11/10

La hora muerta.

De entre las últimas hojas alzaba ocasionalmente la vista. Normalmente para mirar la puerta, a veces la ventana. No mostraba nada, ninguna emoción. La única vida interpretable se desencadenaba a lo largo de las páginas de su libro.

Era la hora muerta, pero de la tarde, y su café era lo único que íbamos a cobrar antes de las cuatro. Aun así, me resultaba incómodo tenerla ahí ocupando mesa, su vaso vacío dejado de lado, sin mover un maldito músculo excepto para pasar las páginas y parpadear.

¿Esperaba a alguien? Ni idea. Si acaso esperaba, nadie venía. ¿Quién vendría? Yo desde luego no hubiera querido pasar ni un minuto con una mujer tan fría, una estatua, hermosa sí, pero estatua. Prefiero, ante la dicotomía, a las feas cálidas, una mujer que te envuelva en sus pasiones, aunque no tenga un reflejo digno de maldición.

Me daba escalofríos; como si tuviera demasiado cerca un ángel de muerte. Sólo podía dar las gracias que no me miraba nunca a mí.

Cuando entró para empezar su turno, me dirigí a mi compañera.

--Pregúntala si quiere tomar algo más.

--¿A quién?

--La chica ahí sentada leyendo.

--¿Qué chica?

Miré para señalarla. No había ni chica, ni libro, ni vaso vacío. Sólo un tremendo chirrido de frenos en la calle, un choque metálico, y los primeros gritos.