3/11/10

La hora muerta.

De entre las últimas hojas alzaba ocasionalmente la vista. Normalmente para mirar la puerta, a veces la ventana. No mostraba nada, ninguna emoción. La única vida interpretable se desencadenaba a lo largo de las páginas de su libro.

Era la hora muerta, pero de la tarde, y su café era lo único que íbamos a cobrar antes de las cuatro. Aun así, me resultaba incómodo tenerla ahí ocupando mesa, su vaso vacío dejado de lado, sin mover un maldito músculo excepto para pasar las páginas y parpadear.

¿Esperaba a alguien? Ni idea. Si acaso esperaba, nadie venía. ¿Quién vendría? Yo desde luego no hubiera querido pasar ni un minuto con una mujer tan fría, una estatua, hermosa sí, pero estatua. Prefiero, ante la dicotomía, a las feas cálidas, una mujer que te envuelva en sus pasiones, aunque no tenga un reflejo digno de maldición.

Me daba escalofríos; como si tuviera demasiado cerca un ángel de muerte. Sólo podía dar las gracias que no me miraba nunca a mí.

Cuando entró para empezar su turno, me dirigí a mi compañera.

--Pregúntala si quiere tomar algo más.

--¿A quién?

--La chica ahí sentada leyendo.

--¿Qué chica?

Miré para señalarla. No había ni chica, ni libro, ni vaso vacío. Sólo un tremendo chirrido de frenos en la calle, un choque metálico, y los primeros gritos.

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